viernes, 6 de febrero de 2009

Lo más domesticado
























LO MÁS DOMESTICADO

Había pensado que su cara sonaba a abedul. Sonaba.
sus pómulos boleros absorbibles presagiaban estar contentos
y pasarlo bien –no tenían por qué custo-
diar esa risa descabellada de barranco donde la luz
de sus ojos se hacía un estropicio.
Lo siento –me daba lástima- o no sé. Todo el ma-
terial de condolencias debía retirarlo a tiempo
para que no se lo masticara aquella risa.
Por lo demás era afable. Tan afable que dabna ganas
de tenderse en su pelo, oler y dejar pasar los días.
No pude saber
hasta qué punto era adorable.
Quiero decir hasta qué cantidad de neuralgia había
podido verter en los pliegues de su falda o en su
abrigo azulmarino oliendo a viejos inviernos
convertidos al protestantismo.
Sentí que se vaya ahora y ya no ver (o verla) más
en un siglo.
no se sabe qué pasa cuando las cosas son para siem-
pre o para nunca.
en verdad nadie se salva a la desgracia de ausentar-
se, hacerse azúcar en polvo:
imposible volver al frasco, tan pacífico.
Así que debí ser otro ante tales cosas vivas suyas,
glaucas y aguadas.
que lo pases bien que tengas suerte o algo así.
el caso es que la boca suele ser lo más domestica-
do. casi siempre lo más necio y de peor iniciativa.
no quiero volver a verte, de esta manera las cosas
están mejor. O…
qué sensación de pulcritud, de bien hacer,
y cuánta mierda entre los calcetines.

Vicente Verdú, Poleo menta.

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