viernes, 14 de marzo de 2014

Plaza vieja








Plaza vieja

Mi kiosco, mi farol,
son los de esta plaza. Restaurante
económico con soportales y platos a diez pesetas,
el ruido de las motos, la cruz de la farmacia
y la camisa colgada en el balcón
como un ahorcado cabeza abajo.
Conozco un matrimonio
bien avenido, dueños del bar, gente gorda,
que se divierte bastante, bajo las sábanas,
honestamente, por la noche. Al despertar piensan
que el negocio prospera: ayer heladera nueva,
de las eléctricas. Y buenos clientes
las mañanas soleadas y las tardes lluviosas.
Entre la mujer, él y el padre se las arreglan;
todo queda en familia. Ciertamente,
exige sacrificios tener un bar y, sobre todo, las tapas
calientes, variadas, requieren mucho cuidado
y no descansar nunca. Pero que al menos el día
de fiesta a la semana no nos lo quiten:
en el barrio viejo todos están de acuerdo,
y yo también.
    Ya estamos en otoño.
No tiene sentido aquí hablar de hojas secas,
pues el único árbol es el farol, pero
yo voy cayendo poco a poco dentro
de mí mismo, del otro que hay debajo,
muy lejos, detrás de muchas capas
de tiempo; lo veo como por un árbol,
se dirige desde el sueño
hasta la fría mancha
morada del alba,
donde, legañoso, el día se restrega los ojos.

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