martes, 2 de febrero de 2016

Cardos





Junto a la vía muerta, cubierta ya de yedra, las
sillas remueven las aneas.
La madre, con el pecho estirado que termina
en pezón o pasa malagueña, busca ansiosa la boca que 
le revuelva toda.
El hombre, sudoroso, jadeante arranca los ras-
trojos. Las axilas le sudan y hacen estalactitas en la
negra camisa.
La guerra ha terminado y un albor de cartillas,
cupones, de cucharas ancladas a la calle del Ancla,
anuncian las palomas sin laureles en picos.
La madre se rebulle, canta, la voz se le ha 
sumido y adentro en las cavernas las tripas gorgo-
jean.
El niño escupe leche y la abeja vencida rebusca
las vivencias vertidas de la madre.
La madre no es mujer, ni árbol, ni apenas
paisaje. Atada está al terruño secano, esclavizada
toda, como si fuera nada.
Las estrellas se rompen frente a un mar tarta-
mudo.
Las barcas hacen sombra y los viejos marinos
arañan a las redes.
El viento seca el pecho vencido, agotado. Y en
la camisa negra el sudor se hace gris y la sal deja
huella.
Por fin, la gota sale, blanquecina, las grietas se
revientan y un gozoso lamento enternece a los 
cardos.

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